Written by 11:13 pm Editorial, Portada Views: 7

Azucena es un engranaje activo del aparato mediático conservador que opera en sincronía con las élites empresariales y políticas del PRIAN.

 Su retórica está diseñada para parecer indignación ciudadana, pero funciona como un dispositivo de restauración del orden oligárquico, disfrazado de crítica periodística. Su propaganda disfrazada de periodismo, elige siempre el mismo blanco: el proyecto de transformación popular. Jamás exhibe a los poderes fácticos históricos.

 Nunca veremos en sus columnas una crítica frontal al saqueo de Salinas Pliego, al golpismo judicial o al racismo estructural de las élites. Azucena intenta cristalizar un fenómeno sistémico, la crisis de legitimidad del viejo orden y el ascenso de una alternativa popular, como si fuera el capricho de un solo hombre.

 Quiere reducir el conflicto social estructural a un “problema de personalidad” o de “egolatría”, cuando en realidad estamos ante un conflicto histórico entre élites saqueadoras y pueblo organizado. Por lo tanto: lo que critica no es un hecho aislado, sino una transformación sistémica que incomoda a los sectores oligarquicos y de poder político criminales y conservadores con los que ella se identifica.

 Azucena proyecta un conflicto con la figura del padre, pero no como protección, sino como poder que la despoja de su control simbólico. AMLO, para su inconsciente, no es un presidente, es un padre mestizo que desplazó al padre blanco burgués que le daba orden al mundo. Por eso lo detesta: no por lo que hace, sino por el lugar que ocupa.

Está en una etapa no resuelta del complejo de Edipo político, donde la figura del líder que no representa su ideal de civilización le parece ilegítima desde el afecto mismo. No importa cuántas elecciones gane, su inconsciente dice: “quiero a mi papá oligarca, el que siempre me dio mi domingo.” Lo que Azucena llama “polarización” es en realidad la aparición del Otro en su discurso. Su “yo ideal” está formado en el espejo de una clase ilustrada, racional, meritocrática.

 AMLO interrumpe esa narrativa con el goce popular, con la voz de los que no estaban en el cuadro. El “ya váyase” no es político, es pulsional: quiere restaurar el goce exclusivo que antes tenía su grupo. El Otro la confronta y eso le genera angustia simbólica. Quiere que todo vuelva al lenguaje que sí puede controlar: el de la tecnocracia. Esta columna es una expresión de miedo a la libertad real. Azucena prefiere las cadenas suaves del autoritarismo liberal que las tensiones de una democracia participativa. Le aterra que el pueblo tenga voz porque eso le arrebata su lugar privilegiado como “intérprete profesional de la realidad.” El “orden” que pide es en realidad una forma de huir de su propia inseguridad ante el pueblo.

 No se siente parte, se siente invadida. Y eso, proyectado, le parece “división del país.” Esta columna no busca la verdad, busca restaurar una forma de control del discurso. Azucena juega el rol de quien vigila los límites de lo decible en el espacio público. Su columna es un panóptico blando: advierte a los nuevos actores políticos que cualquier desviación del lenguaje hegemónico será castigada simbólicamente. Su problema no es la mentira o el mal gobierno. Su problema es que el sujeto histórico cambió… y ella ni le consultaron. Así descubrimos los verdaderos impulsos y temores de Azucena, no es que le moleste que AMLO no se vaya simbólicamente… es que ella ya no puede volver. Ni podrá.

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